El jueves pasado, mientras desayunaba, escuchaba en la radio las previsiones del día: la celebración del Corpus -con procesiones en ciudades como Sevilla o Granada-, la proclamación de un rey, con invitación incluida del Ayuntamiento de Madrid a que los habitantes de la villa engalanasen sus fachadas para así honrar mejor al nuevo monarca; los ecos de no sé qué desastre nacional en Brasil que las gacetas y los corrillos de paisanos glosaban con total acritud...
En realidad, pensé, no ha pasado tanto tiempo desde los fastos efímeros -pero tan duraderos- del Barroco. Seguimos siendo un reino, con Corona e Iglesia triunfantes; con un pueblo amante de los espectáculos más que de cualquier otra cosa -ya sean espectáculos religiosos, regios o deportivos.
Y las crisis, como siempre, -crisis política, crisis no sólo económica sino de modelo productivo; crisis de una sociedad que apenas puede llamarse ya del bienestar- se disimulan o se olvidan, directamente, bajo esos mantos de espectacularidad.
La sociedad del espectáculo que padecemos -del simulacro la llaman otros. no es vargallosista, ni guydebordiana sino barroca. Completamente barroca. El Barroco está, querido Quevedo, incrustado en este país hasta la medula.Y apenas ha ardido aún.
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