7 de marzo de 2010

Uno de los secretos del éxito de Wallander reside en su desastrosa vida personal. Leemos cada uno de los volúmenes y asistimos incrédulos al lamentable aspecto de la vida privada de este personaje, desde su alimentación -el alcohol se convierte en una de las cosas que ingiere con mayor frecuencia- o su higiene -la ducha no es su pasatiempo favorito-, hasta las relaciones personajes. El lector se regocija con el intenso contraste entre su eficiencia profesional y su ineficacia a la hora de gestionar sus sentimientos y las relaciones con las personas a las que quiere.
En este libro, Kurt Wallander acaba de ser abandonado por su esposa, Mona, y tarda bastante en aceptarlo. Su hija Linda no le hace mayor caso. Y su padre es un señor obsesivo y atrabiliario, aunque aquí la culpa quizá no sea del propio Wallander sino del carácter y las circunstancias de su progenitor.
Por las noches, Wallander sueña con una hermosa mujer negra. Y por el día con una sofisticada mujer de Estocolmo, fiscal para más señas. Pero seguirá solo. Porque la soledad es más literaria y deja abierta la puerta a quién sabe qué aventuras amatorias. Las familias con dos hijos y adosado sólo convienen al fisco y a cierto segmento de anunciantes.

(En la fotografía, la calle Mariagatan de Ystad, donde se supone que vive el protagonista).

Henning Mankell, "Asesinos sin rostro". Barcelona, Tusquets, 2009 (1991).


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