Con Rembrandt (1606-1669) comienza el mito del pintor moderno. No sólo por su carácter proteico, de creador polifacético capaz de adentrarse con éxito en técnicas (óleo, grabado calcográfico, dibujo)y géneros diversos (retratos, escenas bíblicas, autorretratos), sino por la mezcla indisociable de vida y pintura. Aun cuando pareciese, a partir del Vasari, imprescindible ese entrelazamiento absoluto entre elementos biográficos y desarrollo artístico, es ahora cuando adquiere su verdadera carta de naturaleza. Los amores, las vivencias íntimas, los vaivenes económicos, los cambios familiares, se reflejan en la obra del artista, que deja de ser sólo un cronista social o un empleado al servicio de ricos burgueses u otras instituciones. El elemento interior, trágico, de toda biografía (Odo Marquard, con ironía, afirmaba que toda vida acaba mal, pues acaba con la muerte) se trasluce en la obra del auténtico creador, del artista digno de tal nombre. De quien supere la modesta cualidad de artesano a la que había quedado reducida en el período medieval y en los inicios de la Edad Moderna el pintor. El pintor es ahora un creador de ficciones. Mas, ante todo, el creador de su propia vida impregnada, como no puede ser de otra manera, de arte.
(En la ilustración, un detalle de "La novia judía", uno de sus mejores obras, de 1665; sorprende la riqueza matérica del óleo, con gruesos acúmulos de pigmento que le dan un aire absolutamente contemporáneo).
Rembrandt
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20 de julio de 2010
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